Sus privilegios

2013/08/21
El presidente de la patronal española CEOE ha propuesto que se suspendan los privilegios de los que siguen gozando quienes tienen contratos de trabajo indefinidos, como forma de acabar con la que llaman “dualidad” del mercado laboral, es decir, la existencia de contratados fijos y temporales.

Algunos se han apresurado a decir que el presidente se ha ido al monte (CCOO) o que lo que se plantea es una nueva vuelta de tuerca a la reforma laboral (UGT), diciendo que lo que pretende es generalizar la precariedad.

Siendo esto cierto, creo, sin embargo, que conviene recordar el por qué de la existencia de eso que él llama “privilegios”, es decir, el carácter indefinido del contrato (o sea, una cierta “seguridad” de permanencia) o el derecho a una indemnización en caso de despido (cada vez menor por cierto). Conviene recordarlo porque junto a las políticas de ajuste estructural no estamos sólo perdiendo derechos, sino también posición política, tensión ideológica y memoria histórica en relación con nuestros derechos laborales y sociales.

En primer lugar, y desde un punto de vista histórico, esos privilegios son consecuencia de décadas de lucha que acaban por fructificar al término de la segunda guerra mundial, en un contexto político y económico singular marcado por una enorme fortaleza del movimiento obrero, una gran oportunidad de enriquecimiento para el capital con la reconstrucción de Europa y la consolidación de un bloque socialista. En ese escenario, el capital entiende que si no “humaniza” mínimamente y “embrida” su natural totalitario, las relaciones laborales la clase trabajadora europea acabará provocando la transición al socialismo de los países del bloque capitalista, hipótesis en la cual se le vendría abajo el negocio.

Pero me interesa, en segundo lugar, subrayar la dimensión más ideológica o política que está en la base de esos llamados “privilegios”. Merece la pena recordar que la empresa capitalista constituye un estado de excepción al propio ideal político liberal que predica la igualdad de todas las personas. En el mundo productivo capitalista, como bien sabemos, es una parte (la propietaria) la que decide qué se produce, cómo se produce, a qué ritmo se produce, cuándo se produce, para quién se produce, a cambio de qué se produce, dónde se produce, en qué condiciones se produce… Mientras que la otra parte, el mundo del trabajo, debe aceptar una relación de sumisión y subordinación, a partir de su situación de necesidad de sustento y supervivencia. La empresa capitalista es en definitiva, un espacio opaco a la democracia, toda vez que las llamadas democracias liberales se asientan en el principio indiscutible de la propiedad privada.

La relación laboral, por tanto, no es una relación entre iguales como la que (presunta e idealmente) se da en la sociedad política: en ella no se cumple, por definición, el principio de sufragio universal “una mujer u hombre, un voto”. La empresa es una excepción a la democracia, un espacio donde los principios de igualdad no tienen lugar. Es, por decirlo de otra manera, la piedra de toque de todo el aparato ideológico liberal, toda vez que esa ideología se tuvo por revolucionaria (así se lo reconoció Marx) al predicar la igualdad para arrebatar los “privilegios” de las clases nobiliarias.

Inmanuel Wallerstein explicó magistralmente en su muy recomendable opúsculo (“El capitalismo histórico”, editorial Siglo XXI) de qué manera el aumento de la tasa de salarización (porcentaje de personas asalariadas en relación con la población) es una constante en el capitalismo, más allá de los períodos de destrucción de empleo. Esta salarización creciente no es primordialmente, yo creo, una necesidad económica (porque hay otros sistemas productivos posibles) sino ante todo una opción política de mantenimiento de los privilegios de clase, y no precisamente de los de la clase trabajadora, para el control social, económico y cultural. Los privilegios de los que ahora el presidente de la patronal Rossel habla, no son tales, sino que son en su origen la contrapartida a asumir una relación laboral contraria precisamente a la propia idea de democracia. Esta es la razón, y no otra, por la cual el derecho del trabajo que ahora están demoliendo, era un derecho protector: el legislador daba por supuesto que en la relación laboral no era entre iguales, sino que una parte (la empresa) podía convertir esa relación laboral de dependencia en una relación de efectiva esclavitud. Por ello la vocación del este derecho laboral, a diferencia del mercantil, era proteger a la parte débil del contrato salarial, el trabajo.

Rossel evidentemente, habla desde la actual correlación de fuerzas, sabedor de la sumisión a sus dictados de que hacen gala los partidos con opción de gobernar, dictados que llenan las cuentas B de los partidos para acabar ahora de un plumazo con todos nuestros derechos.

Por todo ello, puestos a hablar de privilegios, el único que yo realmente veo, es aquel del que disponen las empresas, a saber, el de poder disponer, a golpe de ley, de autoridad laboral y policial, de un ejército de desempleados y precarios en situación de necesidad, y ello sin la obligación de respetar los más elementales principios democráticos de igualdad. Ese es el único y fundamental privilegio: el de determinar la producción, la reproducción, las condiciones de vida y de muerte de la inmensa mayoría de las personas del planeta y ello bajo la aureola ser “emprendedores”, osados aventureros de empresa que “crean empleos cuando el mercado los destruye”.

Por cierto, mi próximo post, si es posible, sobre los “emprendedores”…