Elogio de la incomodidad

12/05/2025
El pasado 11 de mayo, Alberto Surio firmó en El Diario Vasco un artículo que, bajo el título “Contrapoder popular”, trazaba un paralelismo entre el sindicato ELA y el Movimiento Socialista EHKS. Según Surio, ambos constituirían los polos más radicales dentro de la izquierda vasca, contrapuestos a un supuesto reformismo “razonable” que representaría el resto del espacio político progresista. Se trataría, en su análisis, de dos expresiones distintas de una misma pulsión rupturista frente al orden democrático vigente. El cronista acusa incluso a ELA de erigirse en “los guardianes de las esencias patrióticas y revolucionarias”.

La tesis de Surio revela claramente una incomodidad cond las formas de oposición que no se acomodan ni a la lógica institucional ni a las rutinas del sistema. En otras palabras, se nos presenta como sospechosos no por lo que decimos, sino por el simple hecho de existir como actor social organizado con autonomía y capacidad de presión. Mucho me temo que lo que realmente molesta no es tanto la radicalidad de nuestras propuestas sino que tengan respaldo social, que se construyan desde la práctica sindical diaria y que mantengan su coherencia incluso cuando eso incomoda a los poderes económicos o institucionales. Lo que perturba, en el fondo, es que haya una fuerza organizada que cuestione —desde el conflicto, la propuesta y la movilización— los límites asumidos del marco político actual.

ELA es el sindicato mayoritario en Euskal Herria. Este hecho, lejos de obedecer a una anomalía o a una burbuja ideológica, se ha forjado con trabajo, militancia, independencia y una práctica sindical coherente durante décadas. No representamos a un sector marginal de la sociedad vasca: somos el resultado de una construcción colectiva y democrática, con raíces profundas en los centros de trabajo, en los servicios públicos, en los barrios y en la confluencia con luchas feministas, ecologistas y sociales.

Somos un sindicato que se define como de clase, abertzale, feminista, ecologista, independentista y antirracista. Y sí, somos una organización de contrapoder. Eso no significa marginalidad ni irresponsabilidad. Significa ejercer una forma de oposición social y política —no partidista— frente a las estructuras que sostienen la precariedad, las desigualdades y el vaciamiento democrático. Lo expresamos con claridad en la nueva Declaración de Principios que ELA ha presentado recientemente y que será sometida a votación en el próximo Congreso del sindicato en junio. En ella reivindicamos un modelo sindical comprometido con la transformación, con la redistribución de la riqueza y con la construcción de soberanía popular.

En su artículo, Surio presenta a quienes no se pliegan al consenso institucional como una suerte de “quinta columna” del progresismo. Creo que busca deslegitimar una posición política. Cuando ELA plantea que los actuales marcos de acción política son insuficientes, que la precariedad no se resuelve con pactos sociales vacíos y que el sindicalismo debe disputar poder, se nos tilda de maximalistas. La incomodidad que genera ELA en algunos sectores del poder tiene que ver con nuestra insistencia en que los derechos no se conceden, se conquistan. Nuestra acción sindical no es funcional al poder, no legitima escenarios que perpetúan las desigualdades. Y eso molesta.

Muchas instituciones esperan que los sindicatos cumplan una “función” social concreta. Lo expresó en su día con mucha claridad Nuria López de Guereñu, exsecretaria general de Confebask: ELA no cumple con la función de moderación que cabe esperar de los sindicatos históricos y mayoritarios. Es una magnífica definición ya que explica con claridad lo que el sistema espera de ELA: que modere las pulsiones del mundo del trabajo, que suavice las contradicciones de clase, que canalice el descontento… Pero cuando no aceptamos ese papel –no tenemos por qué hacerlo–, se nos acusa de estar “fuera del sistema”. Se activa así una lógica corporatista: quien no cumple su función es marginado, deslegitimado o directamente ignorado. Frente a esa visión funcionalista, defendemos un sindicalismo independiente que no es en absoluto un obstáculo para la democracia, sino una condición de posibilidad de una democracia más plena, más deliberativa, más inclusiva.

Surio describe un escenario político bloqueado, donde “cualquier excusa sirve para destruir los puentes”. Pero omite que lo que bloquea la política no es la crítica, sino la falta de voluntad para cambiar estructuras profundamente injustas. El conformismo gestionario, que renuncia a transformar y se limita a administrar lo posible, es lo que alimenta la frustración y da alas a proyectos autoritarios. ELA no promueve el colapso ni el “cuanto peor, mejor”. Lo que promovemos es organización, conciencia de clase, defensa de lo común y construcción de poder social desde abajo.

En tiempos de involución democrática, de precarización estructural y de crisis ecológica global, sostener una voz crítica no es una extravagancia. Es una necesidad. Incomodar al poder no es un acto de irresponsabilidad, sino un ejercicio de compromiso con la mayoría social. Eso nos convierte en un “contrapoder”, afortunadamente. Porque una democracia sin contrapoderes no es democracia: es gestión del statu quo.

Quiero terminar contando una anécdota. Hace algo menos de quince años, en vísperas del centenario de ELA, me dirigí en dos ocasiones a Alberto Surio —entonces director general de EiTB— en nombre del Comité Ejecutivo del sindicato. Le solicitamos una reunión porque queríamos acceder al fondo documental de EiTB para recuperar imágenes históricas del sindicato, con el fin de elaborar un documental conmemorativo. Nuestras cartas nunca fueron respondidas y el encuentro no se produjo. Desde entonces me he quedado con ganas de hacerle una pregunta: ¿el PNV o el Athletic Club –por hablar de instituciones también centenarias– habrían encontrado igualmente cerradas las puertas del ente público al preparar sus fastos?

Lo que quiero decir es que, a veces, no es una organización la que elige situarse fuera de la normalidad. A veces son los guardianes de esa normalidad quienes se ocupan activamente de desnormalizar a quienes no sirven al fin que se les reserva. Sin embargo, no hay nada más sagrado para una organización social que autodeterminarse en sus fines y estrategia. Ningún demócrata debería escandalizarse por ello.