Ramón Jáuregui: ¿el fin de la historia vasca?
El texto rescata el concepto de “postnacionalismo” tal y como lo formuló Mario Onaindia en los años 90: una fase en la que las grandes aspiraciones políticas y culturales del nacionalismo vasco ya estarían colmadas en el marco autonómico y constitucional vigente. En palabras de Jáuregui, estaríamos ante “una sociedad vasca en paz y conciliada internamente sobre su marco político”, donde las diferencias identitarias se integran “con bastante naturalidad” y los derechos de las personas se derivan exclusivamente de su “condición de ciudadanos”.
Según esta lectura, la Euskadi de hoy sería, en esencia, la Euskadi soñada por muchas personas hace 45 años: autogobernada, moderna, cohesionada, próspera. Lo que en el artículo se denomina “postnacionalismo” aparece así como una etapa de madurez democrática, en la que las tensiones nacionalistas habrían perdido sentido y el país avanzaría en un marco de estabilidad, dentro del Estado español y de Europa.
Pero, ¿cuánto hay de realidad y cuánto de deseo en este relato?
La Euskadi de hoy está lejos de ser, a mi entender, una sociedad “postnacionalista” en los términos que plantea Jáuregui. Antes que nada porque el abertzalismo político –y el sindical– tiene una presencia social y una legitimidad electoral que desmiente esa fotografía. En el Parlamento Vasco, las fuerzas abertzales son amplia mayoría. En el ámbito sindical, ELA y LAB —ambos sindicatos de clase y abertzales— aglutinan una base social muy superior en afiliación y representatividad a la de las centrales estatales, siendo las tasas de afiliación sindical vasca muy superiores a las de los estados español y francés. ¿Cómo puede sostenerse, entonces, que vivimos en una Euskadi reconciliada en torno a un marco estatal que solo una minoría social y electoral del país parece respaldar activamente?
La tesis de Jáuregui parte, a mi entender, de una confusión de fondo: la de equiparar el retroceso de la confrontación política abierta sobre el estatus nacional vasco con una aceptación del marco constitucional español como solución definitiva. Pero esa “normalización” que él celebra no es otra cosa que la expresión de una desmovilización coyuntural, en buena parte inducida además por el cierre político impuesto desde el Estado (Plan Ibarretxe, Procés y consulta Catalana…), y por la falta de una respuesta contundente hasta el día de hoy desde los actores que defienden el derecho a decidir.
En su artículo, Jáuregui elogia el “máximo poder autonómico” que, según él, ostenta Euskadi. Pero quienes intervenimos a diario en la vida social, sindical e institucional del país sabemos que ese autogobierno está profundamente erosionado. Así lo certifica el informe titulado “La erosión silenciosa”, publicado por el Gobierno vasco, gobierno en el que participa el propio partido de Jáuregui. Las competencias que se entendía exclusivas se ejercen bajo presión constante de armonización desde el Estado. Las competencias sociolaborales siguen siendo potestad exclusiva de Madrid. El estatus del euskera está en entredicho y es objeto de un ataque constante en los tribunales de justicia. En contraste con ello, la reciente propuesta sindical de establecer un Salario Mínimo Interprofesional propio para Hego Euskal Herria, o la ILP promovida por los y las pensionistas, son una muestra clara de la voluntad de avanzar hacia una soberanía social que no puede desarrollarse plenamente sin soberanía política.
El optimismo de Jáuregui sobre la situación de nuestro país tampoco resiste un contraste honesto con los indicadores sociales. Más de 600.000 personas viven en situación o riesgo de pobreza y exclusión social en Hego Euskal Herria. La precariedad laboral, lejos de haber sido resuelta por las reformas celebradas en Madrid, sigue afectando de forma crónica a amplios sectores, especialmente mujeres y personas migrantes.
En este contexto, el “postnacionalismo” de Jáuregui parece más bien un nacionalismo satisfecho: el del Estado español, que celebra una fase política en la que el abertzalismo no esté desafiando abiertamente el marco constitucional. Un relato que busca cerrar en falso el debate nacional, sin aceptar que sigue vigente aspiración soberanista, basada no solo en eso que él llama “ensoñaciones”, sino en la necesidad de construir herramientas propias para una sociedad más justa, equitativa y democrática.
La emancipación social y la soberanía política son inseparables. Porque no se puede garantizar una vida digna sin poder decidir sobre las condiciones materiales que la hacen posible. Porque la democracia no puede detenerse en los límites que marca una Constitución y una política estatal encorsetada en el llamado régimen del 78: monarquía impuesta, negativa al derecho de autodeterminación, partición territorial, ley de punto final, privilegios de las élites económicas. A ello se suma la erosión competencial citada y la ausencia de competencias sociolaborales en el Estatuto de Gernika. Como sindicato, sabemos que muchos de los derechos laborales, sociales y económicos que defendemos cada día chocan frontalmente con la arquitectura institucional que Jáuregui defiende como solución definitiva.
No se trata de negar los avances. Pero la nuestra es también una sociedad que sigue marcada por desigualdades estructurales, por un reparto injusto de la riqueza, por una lengua amenazada y por un marco político que impide desarrollar una auténtica soberanía. No estamos ante el final de un ciclo, sino ante una etapa que exige nuevas formas de confrontación democrática, de organización colectiva y de construcción de poder desde abajo.
Por lo tanto, no toca cerrar la historia, como propone Jáuregui. Y menos aún declararla terminada, al modo de Fukuyama, como si todo lo importante ya estuviera logrado. Si algo enseña la historia reciente es que los relatos de punto final suelen llegar demasiado pronto. El politólogo americano lo aprendió tarde. Sería bueno que quienes hablan hoy en nombre del socialismo vasco no cometieran el mismo error. Lo que toca ahora es abrir la historia. No como relato complaciente, sino como proceso de transformación: desde abajo, desde la confrontación democrática y desde la esperanza.