Cerca de aquí - Hemendik gertu

Erreportajea Texto: Iván Giménez Fotos: Clemente Bernad
En los últimos tiempos el conflicto vasco ha vuelto a copar grandes titulares, la mayoría de las veces con el objetivo de obtener réditos políticos de cara a las elecciones. Pero ver qué hay detrás de eso, o qué queda después de tantos años, no es tan fácil. Las víctimas son las huellas más atroces que dejan los conflictos. Clemente Bernad plasma en su último libro algunas de estas huellas.

“Aprendí muchas cosas. También que la categoría de víctima no imprime carácter. Se puede ser un/a asesino/a y después ser víctima, lo cual no significa que debas ser considerado únicamente víctima a partir de ese momento. Se puede ser víctima y después agresor/a, y cada una de las dos identidades deben formar parte de tu personalidad. Cuando fui atacado despiadadamente por algunas víctimas de ETA me sentí desorientado y confuso. Y fui consciente del juego de intereses políticos y de poder en el que me habían situado […]. Se puede ser víctima y recibir como tal toda la solidaridad, todos los respetos y todos los afectos, pero se puede ser al mismo tiempo una persona deleznable y mezquina. Una cosa no quita la otra. Y a mí me tocó soportar a víctimas, periodistas y políticos de una enorme vileza”. (Clemente Bernad)

No es habitual leer o escuchar reflexiones tan directas, sinceras e incómodas, tan a contracorriente. Tan alejadas de lo correcto, de lo vigente, “de lo que hay que decir en estos casos”, en definitiva. Y sin embargo, estas frases son solo una muestra del enorme trabajo que el fotógrafo y escritor Clemente Bernad (Iruña, 1963) ha realizado durante casi 40 años para documentar el denominado (a falta de un mejor nombre) conflicto vasco.

Estos días publica el libro Cerca de aquí-Hemendik hurbil, donde muestra centenares de fotografías y un collage de textos propios y ajenos (han colaborado decenas de personas como Emilio Silva, Bernardo Atxaga, Idoia Zabaleta, Ana Unanue, Fermín Muguruza, Helena Taberna, Hasier Larretxea, Martxelo Otamendi...) que  reflejan, desde la honestidad y la independencia, “el lado oscuro de la historia, esas zonas grises que ciertas instituciones y poderes fácticos decidieron que debían permanecer invisibilizadas”.

Y a pesar de la impactante entradilla de este reportaje, al leer el libro de Clemente Bernad (y sobre todo al contemplar sus fotografías) queda impresa en la conciencia un reconocimiento emocionante y profundamente humano hacia todas las víctimas. “Todos perdimos algo, muchos lo perdieron todo”, es una frase (pág. 322) que resuena horas después de haberla leído.

El propio Bernad remata así la introducción de la obra:  “Es cierto que el pasado no tiene remedio, porque no puede volverse a vivir, pero alcanzar la verdad de los hechos y procurar justicia y reparación para las víctimas es cosa del presente […]. Romper el silencio es un imperativo moral para salir de la dialéctica del reproche, de la sospecha y de la criminalización constantes. Para entrar en la memoria con la mayor dignidad posible. Pero tiene que ser labor de todo/as”.

Y en eso coincide con las palabras de Michel Berhokoirigoin recogidas casi al final (pág. 564): “No construiremos nada sin tener en cuenta el pasado. Tenemos que aprender a ponernos en el lugar del otro. Tenemos que subir la montaña del otro. Hay que reconocer y curar las heridas individuales y colectivas”.

¿Pero quién es Clemente Bernad?

Si hay un tópico que cumple a rajatabla es el de no ser profeta en su tierra. Pamplonés de la Rotxapea, ha comprobado en carne propia que “mirar el entorno cercano y conocido es enormemente complejo; ahí están las claves conocidas, las ventajas de lo doméstico, pero también los ocultamientos, los miedos, los silencios y las dificultades propias de la convivencia diaria en la que nada es solo blanco o negro […]. Esos espacios no suelen estar muy frecuentados y es difícil orientarse. Significa trabajar a la intemperie, desprotegido frente a sospechas y maledicencias, y frente a los discursos dominantes y oficiales. A pesar de ello, decidí realizar este trabajo de manera completamente independiente. Eso te otorga una enorme libertad, pero te hace muy vulnerable porque estás solo y es muy sencillo atacar a alguien si no está suficientemente etiquetado o adscrito a un determinado grupo”.

Tristemente, Bernad se hizo conocido para el gran público a raíz del escándalo que la derecha española (con Santiago Abascal a la cabeza, entonces como portavoz del PP en el Parlamento Vasco) organizó en 2007 a cuenta de una exposición para celebrar el 10º aniversario del Guggenheim. Clemente Bernad expuso una serie de fotografías sobre este tema, pero a última hora decidió retirar la que recogía la radiografía del cráneo tiroteado de Miguel Ángel Blanco, ya que no obtuvo el permiso expreso de su familia para exponerla (aunque fue obtenida en la rueda de prensa donde se certificó la muerte del concejal de Ermua, en julio de 1997). A pesar de ello, Bernad recibió amenazas gravísimas, pero escasas muestras de solidaridad (si bien los responsables del museo estuvieron a la altura). Entre estas últimas, el manifiesto de 200 profesionales vascos de la cultura, que no obstante no bastó para contrarrestar las portadas de ABC y El Mundo, así como las reacciones de algunas asociaciones de víctimas de ETA. Todo ello tuvo graves consecuencias para el fotógrafo navarro (y de ahí la reflexión que encabeza este reportaje). “Esa fotografía es importante para mí […]. Esa una imagen que pide porqués. Muestra la muerte, pero no apela al dramatismo de la carne ni la sangre; muestra la barbarie, pero es tremendamente respetuosa con la víctima”.

“Solo recibí apoyo de aquellas personas que tradicionalmente han sido maltratadas, perseguidas y represaliadas –recuerda Bernad–. Incluso alguien le dijo a mi hija de nueve años, cuando descolgó el teléfono de casa, que a su padre le iban a meter dos tiros en la cabeza como a Miguel Ángel Blanco […]. Sufrí profesionalmente un apartheid monstruoso. Yo  trabajaba para medios de comunicación que me cerraron sus puertas de manera silenciosa y ruin, sin explicaciones, sin dar la cara. Me convertí en un apestado, pero de tercera fila. En el fondo, el asunto de la fotografía del Guggenheim resume a la perfección lo que ha significado este libro para mí y en qué condiciones se ha realizado”.

“No fue la única vez –añade Bernad–. Las arbitrariedades y abusos policiales han sido habituales mientras realizaba este trabajo. No fue ninguna sorpresa y desde luego ya contaba con ello. Las autoridades y los cuerpos de policía se dedican sistemáticamente a prohibir, entorpecer y sabotear cualquier intento por contar, fotografiar, grabar o simplemente contemplar cualquier cosa que suceda en su radio de acción. Está en su ADN. Pretender lo contrario es un entrañable ejercicio de ingenuidad. En mi caso y en este trabajo, han sido habituales las retenciones, identificaciones, cacheos, reproches, insultos, porrazos o lesiones por impacto de pelotas de goma”.

Los mismos miedos de siempre

¿Y qué más ha encontrado Clemente Bernad al realizar este trabajo? “Lo que cantaba Pink Floyd en Wish you were here: “The same old fears; Los mismos miedos de siempre”. “Este conflicto –explica– forma parte de mi identidad desde que tengo uso de razón. Por eso el libro se titula Cerca de aquí; en lo cercano me encuentro con todos mis fantasmas y mis miedos”.

La propia portada del libro lo explica: es la pegatina con la cara de un preso del barrio, rayada con una llave por algún vecino. “Quien colocó la pegatina y quien la rayó convivían en el mismo lugar y en el mismo tiempo; el conflicto estaba ahí mismo, no a miles de kilómetros. Estamos hablando de abordar desde la fotografía un virulento conflicto político que afectaba de forma transversal a toda una sociedad, que se encontraba dividida y herida gravemente y que arrojaba cifras inasumibles de víctimas de la violencia, en un clima social irrespirable”.

En cuanto a la labor del fotógrafo o del corresponsal, Clemente Bernad tiene claro que “no debe conformarse con discursos simplistas y obvios; debe procurar profundizar y mostrar los hechos en toda su complejidad, atendiendo a los matices y sin caer en el maniqueísmo o en el trazo grueso. Sin embargo, nunca he creído que los discursos documentales deban usurpar la voz de sus protagonistas y menos aún de las víctimas, lo cual es habitual cuando alguien cree que va en misión apostólica para airear a los cuatro vientos que da voz a determinados grupos, como si fueran personas menguadas o incapaces que solo esperan la llegada del salvador que todo lo solucionará con un rictus de suficiencia. En realidad, cuando se fotografía se ejerce el derecho a utilizar una voz propia —sea cual sea—, y ahí termina todo. Ni más ni menos”

Precisamente hay colectivos aún más invisibilizados en el conflicto vasco: “Han faltado muchos cuidados y mucho acompañamiento”, denuncia Bernad, pero cuando los ha habido, han estado a cargo de mujeres, como subraya la escritora argentina Ana Longoni en el libro: “No abundan las mujeres en estas fotos. Buscarlas puede darnos claves de la lógica del conflicto (dirimido fundamentalmente entre masculinidades) y dar cabida a una lectura feminista que no solo señale como significativa esa escasez”.

“Hay mujeres en espera –subraya– Las familiares de las personas presas son la presencia femenina más numerosa: madres, hermanas, parejas, hijas... que viajan largos trayectos para visitarles […].Van en grupo, se maquillan, sonríen, se alientan. Hay melancolía y tristeza, pero también entereza y persistencia en sus gestos. Hay mujeres expectantes, desde los márgenes. Hay mujeres en duelo. Como aquella —¿la madre?— que se arroja desgarrada sobre el ataúd de una militante de ETA muerta al manipular un explosivo. Hay mujeres que aman. Como Itziar Aizpurua despidiéndose de su marido, Jokin Gorostidi, con un beso y los ojos cerrados al ser detenida en 1997. Hay mujeres que apuestan por dar vida: una presa de ETA acaba de parir en un hospital, bajo estricto control policial, y acaricia junto a su pareja las diminutas manitas del recién nacido. La persistencia de la vida, a pesar de toda la pulsión de muerte alrededor. Figuras femeninas asociadas a la vida con otras personas, los cuidados, los vínculos filiales y amorosos”.

La mirada de Longoni complementa en el libro lo fotografiado y relatado por Bernad, pero no es la única colaboración relevante. Ahí quedan algunas reflexiones del escritor Emilio Silva (Elizondo, 1965), fundador de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica (ARMH): “El Estado nunca es inocente ni neutral sobre lo que da a conocer y lo que no. Puede ser más fácil interpretar la identidad de un grupo por lo que esconde que por lo que muestra. La memoria es un contrapoder que señala los resquicios, los blanqueamientos, los grandes silencios y las mentiras. Las víctimas de distintas violencias que conviven en nuestra sociedad han sido seleccionadas según el interés de grupos de poder; verdad, justicia y reparación para unas y olvido, humillación e ignorancia para otras. Nada es inocente ni casual en el comportamiento del poder”.

Y como en un reflejo simétrico de olvidos, Silva apunta que “muchas de las personas que durante años justificaban los atentados argumentando los abusos del Estado español y su derecho a la independencia prefieren hablar ahora de los crímenes del franquismo, prefieren hablar de otra cosa, sumarse a una querella argentina, promover un silencio como el que condicionaron las élites franquistas en el regreso de la democracia”.

Y la gran palabra tenía que llegar, el relato. Así lo ve Bernad: “A partir de un momento, comenzó a librarse una batalla por el relato; cada cual trata de construir una versión que minimice sus culpas y que ponga todo el peso de la responsabilidad en otro lugar, y conseguir que ese relato sea hegemónico. Pero creo que este va a ser un conflicto con un relato pequeño y estereotipado que se escribirá con minúsculas en un lugar recóndito de los libros de texto, aplastado por una versión oficial imperial e implacable”.