La trampa del consumo

Iritzia Daniel Bernabé, autor del libro “La trampa de la diversidad”
Ondasunek kanpoko nortasun baten partaide egiten gaituzte, erdi mailako kultura klase batena, helburu handietakoa, gure nortasuna kenduz, taldea osatzeko dugun gaitasuna eta, beraz, alternatiba bat eraikitzearena, subjektu politiko bat.

Preguntar quiénes somos puede sonar, de primeras, a puro ejercicio de metafísica, sobre todo si esa pregunta se la hacemos a un filósofo o a un poeta. La cosa cambia cuando la cuestión se la planteamos a alguien con un trabajo más prosaico. ¿Quién somos?
La respuesta podrá variar entre nuestra nacionalidad, nuestro lugar de nacimiento, nuestra religión, nuestra orientación sexual e incluso nuestro equipo de fútbol. Nuestra identidad es múltiple pero su construcción y expresión es mucho menos individual, voluntaria, de lo que nos pensamos.


COMPLICADO EQUILIBRIO
La identidad es un complicado equilibrio entre los factores reales y las mediaciones culturales. Somos lo que somos, pero expresamos sólo algunas facetas de lo que somos dependiendo de factores externos que nos moldean, nos delimitan y nos permiten, todos relacionados con el sistema de poder dominante en un contexto dado.
Por ejemplo, un homosexual durante gran parte del siglo XX lo era independientemente de cualquier otra consideración, pero podía serlo, es decir, podía crear una identidad que respondiera a su especificidad dependiendo de las imposiciones que en su sociedad se dieran. Así, normalmente, le quedaban las posibilidades de negarse a sí mismo, llevar una doble vida o caer en círculos de exclusión donde su identidad se manifestaba con la contraparte de ser expulsado fuera de la sociedad convencional.
La identidad es importante porque nos define como individuos, pero también, y aquí viene la parte que nos interesa, porque al ser una construcción cultural y material de quiénes somos nos permite explicar cuál es la relación que tenemos con el mundo que nos rodea. Nos permite, esto es, reconocer los conflictos y la forma de enfrentarlos en comunidad.
En base a que sabemos quién somos también sabemos reconocernos en otros, ver que nuestra individualidad se replica en otros muchos que sufren conflictos similares y idénticos a los nuestros. Dejamos de ser así unidades atomizadas para pasar a formar parte de una comunidad. El salto a lo político, una vez que hemos alcanzado este nivel, es relativamente fácil, casi intuitivo.
Si la identidad nos permite formar parte de una comunidad, lo político es la herramienta que nos permite enfrentar esos conflictos compartidos de una forma ordenada, en base a una ideología y de una manera mucho más exitosa que si lo hiciéramos solos.
La comunidad, cuando toma sentido de sí misma, de su capacidad de transformación e influencia en su entorno, pasa de ser una unión de individuos con intereses compartidos a un sujeto político.
Esto parece de sentido común, ¿o no?


IDENTIDADES
Durante el s. XX una de las identidades más exitosas fue la de clase trabajadora. Las razones de su potencialidad eran varias. En primer lugar era una identidad fuertemente material, en el sentido de que existían unas condiciones objetivas relacionadas con el trabajo que afectaban de forma ineludible a la vida de las personas.
En segundo lugar, la identidad de clase partía de un hecho, la relación con el sistema productivo, muy alejada de cualquier abstracción y con una gran capacidad de influir en la sociedad por su papel paralizar la economía. Para que esta identidad surgiera, es decir, que se pasara de la simple percepción individual a la comunidad y de ahí al sujeto político hacía falta una mediación cultural, la de la ideología, la de la organización, habitualmente llevada a cabo por partidos y sindicatos obreros.
El sentido común, esto es, las formas de pensar dominantes, fueron conquistadas en gran medida por las ideologías de izquierdas. La clase trabajadora, como identidad que agrupaba un hecho material más una mediación cultural, funcionó como comunidad transformadora. No hubo una sola década del s.XX que no contara, al menos, con una par de revoluciones en cualquier parte del planeta. Incluso en el contexto europeo, tras la Segunda Guerra Mundial, partidos y sindicatos, como representantes de la clase, fueron capaces de alterar de manera significativa sus sociedades en favor de sus intereses.
Hasta que el sentido común cambió o, mejor dicho, fue cambiado a partir de finales de los setenta. En primer lugar mediante un cambio material, al empezar a variarse las formas de producción, ya saben: externalizaciones, predominancia de la economía financiera, desindustrialización… parece de cajón que es más fácil darte cuenta de quién eres cuando trabajas junto a tres mil personas en una factoría, de forma estable y viviendo permanentemente en un mismo lugar que si tu empleo varía constantemente, tus formas de vida son cambiantes y apenas conoces cómo afecta tu empleo, en una pequeña empresa subcontratada, al proceso general de la producción. La enajenación aumenta.
Pero, además de este cambio esencial, hace falta un acompañamiento cultural, una mediación, para destruir las formas de pensar, de organizarse, de identificarse. Surge así la clase media aspiracional. Y no surge como las setas tras una jornada de lluvia, sino con la connivencia de todo un sistema político que puso a trabajar sus mecanismos de persuasión mediática, desde la prensa hasta el cine, a máximo rendimiento.
La clase media no es una clase en sí misma, sino un agregado de profesiones liberales, estatus e ingresos. La clase media real se fortificó en los ochenta como guardia pretoriana del nuevo régimen neoliberal, como centro de la sociedad, como grupo decisivo electoralmente ante el creciente abstencionismo de la clase trabajadora. Su importancia se sobredimensionó, desde el mito del centro político, pasando a conquistar culturalmente a las otras identidades de clase. Ya saben, todos somos de clase media.


¿EL FIN DE LA CLASE OBRERA?
La clase trabajadora o desapareció de la escena pública, pese a su existencia indudable en la realidad productiva, o fue tratada como algo vergonzoso de lo que se debía escapar. Ya no se era de clase obrera sino de clase baja. Por otro lado la natural tendencia a querer vivir mejor se desvinculó de la acción política, sindical, grupal, dejándose en manos del mero ascenso individual. Tanto tienes, tanto vales. Pasamos de ser un sujeto político a una masa informe de individuos compitiendo entre sí.
El problema es que los resultados reales de mejora, en una sociedad que empezó a precarizar a grandes capas a partir de las dos últimas décadas de siglo, eran relativamente escasos. Los servicios públicos, el empleo, la vivienda, en definitiva, las certezas vitales, fueron sustituidos por la indeterminación competitiva. De ahí la necesidad de tapar culturalmente estos debes con lo aspiracional, con el consumo de bienes e ideas, de estilos de vida individuales que nos hicieran sentirnos especiales, únicos en nuestra desorientación.
No se trataba de consumir más o menos, sino de que lo adquirido transformaba nuestra identidad aspiracionalmente. Ese viaje, ese coche, esa casa unifamilar tapaba la precariedad, el empeoramiento de lo público o el endeudamiento, a la vez que lo asentaba. Y a lo peor, nos hacía partícipes de una identidad ajena, de una clase media cultural, aspiracional, arrebatándonos nuestra identidad, nuestra capacidad de construir grupo y por tanto de construir alternativa, sujeto político.