"No tengo que ser como tú para merecer respeto"

Erreportajea Nagore Uriarte
¿Hasta cuándo es una persona extranjera? ¿Qué supone ser visto como persona migrada? Hablamos sobre el racismo y sobre las violencias que genera.

Mouhamauo Ly nació en Senegal y llegó a España en 2005, en patera. Primero vivió en Barcelona, donde trabajaba en la calle, en la venta ambulante. “Había días que la policía te quitaba las cosas. No te llevaban a la cárcel, pero te quitaban lo que te daba de comer”, recuerda con desazón. Desde 2012 vive en Euskal Herria.

Maria Teresa Guzmán Cortez se define como “vasco latinoamericana”. No en vano, aunque nació en Bolivia, lleva 19 años en Euskal Herria. Le gusta decir que es fronteriza -entre Bolivia y Brasil-, y así lo remarca varias veces a lo largo de la entrevista. Sonríe con orgullo cuando lo dice, porque lo considera una oportunidad para ponerse, con mayor facilidad, en la piel de los demás. A pesar de la dureza de lo vivido, ella no se achicopala (amedrenta). “Yo soy de combate”, remata, aunque confiesa que no siempre es fácil empoderarse y hacerle frente al racismo, “el rechazo al otro, sin motivo”, sobre todo, cuando no tienes red. Por eso, ella es red para otras personas, y da la cara por ellas. “Me arriesgo mucho, pero es que no me gustan las injusticias”, subraya.

Leocadia Bueriberi vive en Gasteiz desde los ocho años. Hasta los 18 ha permanecido con el NIE de estudiante, el permiso para estudiar y residir. Actualmente le exigen arraigo laboral. A Bueriberi tampoco le gustan las injusticias, por eso forma parte del movimiento RegularizaciónYa, un movimiento que inicia su andadura en plena pandemia, como respuesta a las discriminaciones que sufrían las personas en situación administrativa irregular.

“Mugak itxi zituztenean, bat-batean erregularizazio eskaintza oso zehatzak egin ziren: hilabete irauten duen lan eta egoitza baimena eskaintzen dizut marrubiak biltzeko kanpainan lan egin dezazun. Orain bai, lan kontratu bat egin nahi didazu eta erregularizatu nahi nauzu, baina nire eskulana behar duzulako bakarrik.”

En pleno confinamiento y con la restricciones de circulación en vigor, los Gobiernos otorgaron permisos especiales para que las personas que trabajaban en los sectores considerados esenciales pudieran acudir a sus puestos de trabajo. “¿Pero qué pasa con las personas migradas que trabajan en una economía sumergida?”, se pregunta. “Hablamos de gente que lleva años residiendo y formando parte de esta economía. Muchos se dedican a la venta ambulante; muchas mujeres a cuidar, sin contrato ni derechos laborales. En el confinamiento, cuando todo estaba más militarizado, tenían mucho más miedo a que les pararan y dieran una orden de deportación. Si los paraban, no tenían cómo demostrar que iban a trabajar”, explica.

Va más allá y denuncia regularizaciones ad hoc. “Se hicieron regularizaciones muy extraordinarias. Cuando cerraron las fronteras, y como mucha gente trabaja en el campo —trabajos que la gente de aquí no quiere hacer y se hacen a base de mano de trabajo migrante— de repente había ofertas de regularización muy concretas: te ofrezco un permiso de trabajo y de residencia que dura un mes para que puedas trabajar en la campaña de recogida de fresas. Ahora sí que me quieres hacer un contrato de trabajo y me quieres regularizar, pero sólo porque necesitas mi mano de obra. Eso evidenció que sólo hace falta voluntad política”, lamenta.

Ly corrobora esa idea. “En la empresa en la que trabajo la mayoría somos de Senegal. La gente nos mira mal, incluso me han llegado a decir: `Venís a quitarnos el trabajo´. Nosotros no trabajamos con el ordenador, trabajamos limpiando, con las manos, con dolor de espalda; eso vosotros no queréis hacerlo. El jefe no nos contrata porque seamos buenos, sino porque sabe que otros no harían ese trabajo”, enfatiza.

(Mal)vivir sin papeles

Bueriberi explica qué supone para muchas personas vivir en situación administrativa irregular. “Es como vivir en una sociedad dentro de una sociedad. Se toman decisiones que les repercuten, pero sobre las que no pueden incidir. Hay gente que lleva 40 años viviendo aquí, pero no ha podido tener ninguna incidencia política; sin embargo, luego se implantan cambios políticos que inciden directamente sobre sus vidas”, denuncia.

Ly recuerda que en 2005, cuando llegó por primera vez a España, la Ley obligaba a residir durante tres años para conseguir los papeles. “Te exigían un pre-contrato de un año. ¿Quién nos va a contratar si no tenemos papeles?”.

Lo vivió en primera persona cuando marchó de Barcelona a un pueblo de Lleida, en busca de trabajo a una empresa de fundición. “En ese momento ni siquiera sabía castellano. Le dije al encargado que necesitaba trabajar y me preguntó si tenía papeles. Le dije que no, pero que tenía que buscarme la vida”.

Recordó que tenía un amigo que vivía en Francia y que no necesitaba los papeles, según cuenta. Así que, utilizó esos papeles y, “finalmente me contrataron así”.

“Neska asko Paraguaitik eta Nikaraguatik datoz zaintzaile lanetara. Ez dute non geratu, beraz, 400 euroren truke eta 24 orduz lan egitearen truke etxebizitza bat eskaintzen diete. Kalean ikusten baduzu zeure burua, paperik gabe, onartzen duzu”. 

"Después de tres años le tuve que explicar al jefe que los papeles con los que me había contratado no eran míos y pedirle un contrato. Fundir es un trabajo muy duro y ellos necesitaban gente fuerte que estuviera dispuesta a hacerlo. Ellos me hicieron el favor hasta que pasaron tres años y pude regularizar mi situación”.

Una operación urgente de su madre llevó a María Teresa a emigrar. “En mi país la sanidad tiene un coste muy alto, así que decidí marchar a España en busca de trabajo. Llegué a Valencia con 60 euros en el bolsillo”, recuerda. Tras un mes allí, aceptó la ayuda de una amiga que residía en Bilbao. Nada más llegar obtuvo un empleo, que consistía en cuidar de cuatro niños. Mientras tanto, se alojaba en casa del hermano de su amiga, quien le quiso cobrar 40 euros por dormir una noche. “Tuve que dormir en el suelo y taparme con una alfombra. Me enfrenté a él. Finalmente, me votaron a la calle con mi hijo, ¡en pijama!”, relata. Denuncia que mucha gente se aprovecha de la situación de vulnerabilidad a la que te aboca la Ley de Extranjería.

“Muchas chicas vienen de Paraguay y de Nicaragua a trabajar de cuidadoras. No tienen donde vivir, así que les ofrecen una vivienda a cambio de 400 euros y de trabajar 24 horas. Si te ves en la calle, sin papeles, sin tener donde vivir, lo aceptas. Yo trabajé durante ocho meses 12 horas al día; y los viernes, 16 horas, hasta las dos de la mañana, por 650 euros”, recuerda.

“Pero tenía una niño que mantener. Yo me dejé explotar para poder traer a mi familia. Al de ocho meses, cuando por fin pude traerla, decidí cambiar de trabajo. Ahí arranqué y dije: ¡nunca más voy a permitir que nadie me vuelva a explotar!”.

Precariedad

Leo habla de precariedad y remarca que la situación se complica con los años. “Una persona, con 45-50 años, puede que siga trabajando en condiciones de mierda, sin contrato. ¿De qué va a vivir cuando le llegue la edad de jubilación? ¿Cómo le va a demostrar al Estado que merece que le estén pagando de vuelta? Es frustrante”, concluye.

Menciona, a su vez, las múltiples consecuencias de la precariedad. “En épocas en las que he tenido la salud mental resentida no he tenido derecho a una baja médica. No puedes seguir en este trabajo, pero tampoco puedes permitirte dejarlo”, explica.

Añade que la Ley de Extranjería lo complica aún más. “Las personas en situación administrativa irregular están en constante alerta y eso desgasta su salud mental. Es otra de las violencias estructurales e invisibles que existen. Además, están las dificultades para recibir ayuda psicológica. Cuando la vida de una persona es tratar de sobrevivir, no hay tiempo para eso”, afirma.

María Teresa conoce de cerca lo que supone estar en una situación irregular. “Yo necesité cinco años para obtener los papeles. Estar sin papeles significa que, a efectos legales, eres ilegal, así te ven. Te sientes desprotegido. Sientes miedo, terror. Cuando yo recién llegué, tenía muchas compis, hermanas del camino como yo las llamo, a las que sus jefas no pagaban por su trabajo. Si ellas exigían su sueldo, amenazaban con llamar a la policía. Yo no me achicaba y les decía que llamaran, que yo llamaría a Inspección de Trabajo. `Si no pagas, no nos vamos´, les decía. Me enfrentaba con coraje”, sostiene.

Nadie es ilegal

Leo afirma que aún hay mucho desconocimiento. “Hay una narrativa común: llegas, obtienes tus papeles y tu vida es bonita. Realmente no es así, es un bucle, una rueda de la que no sales. Aunque consigas un permiso de trabajo de un año, con 40 hora semanales, si no te renuevan y no encuentras otro trabajo, corres el riesgo de volver a la irregularidad. No es algo que empieza y acaba: puedes pasarte 20 años haciendo el mismo trámite”.

Ly, por ejemplo, no tiene aún la nacionalidad, a pesar de llevar en España 17 años (la Ley exige 10 años). “La ley ha cambiado y ahora también te exigen cursos y que apruebes unos exámenes. ¿Cómo voy a estudiar si tengo que trabajar todo el día?”, se pregunta.

Leo añade que existe un discurso en contra de las personas en situación irregular. “Impera un discurso demonizante: personas legales versus personal ilegales. Parece un delito ser una persona en situación irregular, cuando es sólo una irregularidad administrativa, como puede ser una multa. Tienes un permiso de existencia hasta el 20 de diciembre, y de repente, a partir del 21, desaparecen tus derechos”.

Explica que los prejuicios siguen muy presentes, algo que percibieron cuando pusieron en marcha la campaña y recogían firmas en la calle.

“Si te acercas a gente blanca con un papel, piensan que vas a pedirles dinero. Pero cuando les dices que nuestra cotización va a ayudar a sus pensiones, entonces sí quieren firmar. Parece que tengo que tener una utilidad, que ellos deben obtener un beneficio para que yo pueda tener derechos”.

Habla de categorías dentro de las propias categorías. “Cuando la gente dice inmigrante se imaginan a un negro en patera. Y cuando eres europeo eres guiri o turista, aunque lleves viviendo 30 años en Torrelavega (Cantabria). Luego están los europeos de primera categoría, que no son migrados, son expat, como expatriados, ellos utilizan esa palabra que es más cool. Yo no puedo decir que soy expat, a mí la gente me mira y ve una persona inmigrante”.

Recursos públicos

Leo explica que la Ley de Extranjería te aboca, como una cadena, a múltiples discriminaciones, entre ellas, la violencia institucional. No poder tener un trabajo estable te obliga a recurrir, a veces, a recursos sociales. En los años de emancipación forzada, cuando su tutora legal dejó de serlo, le asignaron una trabajadora social. “Me metía en programas con personas de contextos de drogadicción, o en cursos que no coincidían para nada con mis metas académicas ni personales. A otros compañeros, blancos, les decía que sólo se preocuparan por estudiar; a mí que me esforzara y me sacrificara”.

Recuerda de manera especial el sesgo de algunos empleados públicos a la hora de imaginar posibilidades profesionales y personales para su futuro: “La trabajadora social me dijo: `Si vas a Cruz Roja, igual tienes suerte y consigues trabajar de interna en alguna familia, y con el tiempo, tal vez te hagan un contrato´. ¿Por qué tengo aceptar eso y renunciar a una vida mejor? Te hacen ver que no puedes aspirar a más y te hacen sentir egoísta si no te sacrificas. ¿Se espera que muestre agradecimiento por tener trabajos de mierda y porque alguien me haya hecho el favor de contratarme en B, aunque me esté explotando?”, cuestiona.

Asegura que es necesario revisar la formación de las personas que trabajan en las instituciones. “Si vienen con ese bagaje de prejuicios y estereotipos, no te están viendo a ti”, concluye.

“Gizarte-langileak esan zidan: `Gurutze Gorrira bazoaz, agian zortea izango duzu eta familiaren batean zaintzaile lanetan aritzea lortuko duzu, eta aurrerago, agian, kontratu bat egingo dizute’. Badirudi ezin duzula gehiago lortu, eta berekoi sentiarazten zaituzte sakrifikatu ezean”

Acceso a la vivienda

María Teresa afirma que el racismo aún está presente en cuestiones tan básicas como el acceso a una vivienda. “En una ocasión fuimos a ver un piso para una amiga Boliviana. Tuve que llevar a dos chicas nacionales y ofrecer mi contrato y mi nómina para que confiaran”.

En dos meses, Leo ha visitado dos pisos. “No pongo ninguna foto de perfil en la plataforma de búsqueda. A veces he tenido que ir a ver pisos con un hombre blanco, como un aval visual, y ponerme mi chaqueta más formal; aún así, muchas veces te ponen pegas”.

Al poco de llegar, María Teresa alquiló un piso. Entonces trabajaba con una asesoría legal en Algorta (Bizkaia) y decidió ayudar a otras personas en su situación, a quienes recibía en su casa para asesorarlas en la búsqueda de empleo. “La hija de la dueña del piso me impedía utilizar el ascensor, decía que utilizáramos únicamente las escaleras. Un día la inmobiliaria me dijo que debía abandonar el piso en un mes, cuando tenía un contrato de un año. Yo pagaba puntualmente y no incumplía ninguna cláusula del contrato”, sostiene.

Leo también identifica muchas violencias sibilinas relacionadas con los estereotipos. Habla de algo que le ocurrió en una ocasión de vacaciones con su pareja, en Bermeo. “Él era un hombre blanco, caucásico, en algunos contextos le leían como guiri. A él lo recibían como un extranjero agradable; a mí, como a una mujer racializada. Hacían todas las malinterpretaciones posibles. Me hipersexualizaban por la calle. Dos señoras se pararon a hablar de mi cuerpo y de la ropa que llevaba. Si fuera blanca, con minifalda, pensarían que soy una joven muy moderna; de mí pensaban que era puta. La gente que me mira me dice que es por curiosidad. ¿No os acordáis de cuando ibais a esclavizar negros a Guinea? Ahora de repente, ¿nunca has visto una persona negra?”.

Persona extranjera, ¿hasta cuándo?

¿Hasta cuándo es alguien de fuera? “Parece que tengo que probar mi vitorianidad todo el rato. La gente usa mucho un nosotros y un vosotros. Me explica cosas constantemente: `Aquí, en Vitoria, nosotros, toda la vida...´. Parece que no pueda haber una convivencia entre ambas culturas. Cuando más occidentalizado parezcas más te aceptan. Cuando te ven con tu ropa tradicional te extranjerizan”, asegura Leo.

Pone un ejemplo. “Tengo varias amigas negras o africanas y afrodescendientes. Nos hemos criado aquí, pero nos tratan de una forma completamente diferente. Yo estaría en el modelo de persona negra integrada. `¿Qué bien hablas español, no?´, me dicen. Si llevase telas africanas y tuviera acento, aunque llevara toda la vida en Gasteiz y mis hijos fueran gasteiztarras, me tratarían de otra forma. Si tienes acento te infantilizan, pero a un inglés que no sabe castellano, no. Yo tengo un alter ego que es Nekane Oiarzabal, que es mi yo blanca. Si eres una persona negra se te va a percibir como salvaje o agresiva, así que tienes que ir lo más calmada posible, lo más educada posible y reprimiendo tus emociones. Cuando busco piso suelo meter un par de frases en euskera. Es un poco una performance que me obligan a hacer”.

¿Integración?

“Lo de la integración me gusta tan poco como decir que todos somos iguales. Es muy paternalista: somos iguales, eres igual a mí. Parece que para ser iguales tengo que tener tus características. La gente sigue sin concebir esta sociedad como heterogénea. Vengo de un país con seis etnias (Senegal), cada una con su lengua, cultura y gastronomía, y nunca he escuchado la palabra integración. No tengo que ser como tú para merecer respeto o para ocupar el mismo espacio. Te permitimos estar, pero cuanto menos se te note, mejor”, lamenta Leo.

Sindicalismo antirracista

Históricamente, los sindicatos han representado a un perfil muy concreto de trabajador y trabajadora, un espacio que ha dejado al margen a muchas personas.

“Como persona que nunca se ha dado de alta en la Seguridad Social, hablar de sindicatos me queda a años luz. Cuando estudiaba Integración Social, en una asignatura de orientación laboral nos hablaban del derecho de los trabajadores. Yo pensaba: ¿De qué trabajador están hablando? ¿Por qué no está asociada la lucha de los trabajadores con los derechos de las personas migradas y la Ley de Extranjería? Cuando oyes a compañeros quejarse de que les pagan menos de lo que deberían, o hablar del paro... yo pienso: ¡Qué lejos me queda eso!”, explica Leo.

Ly, sin embargo, conoce de cerca el sindicalismo porque es delegado sindical en la empresa donde trabaja. “Llevo diez años trabajando, y los cinco primeros no conocía mis derechos. Hay que pelearlos, pero para eso primero hay que conocerlos. Un día el encargado me dijo: `vosotros sólo sabéis decir “sí” y “vale”. Yo le dije: `sí, es verdad, pero un día cambiarán las cosas: un día te vamos a decir que no´. No nos pagaban festivos ni vacaciones. Cuando te ibas de vacaciones el jefe te rescindía el contrato, sacaba a uno y ponía a otro. Yo le dije: `Esto no es África, aquí estamos en Europa, hay leyes y derechos, tú dices que haces lo que te da la gana, pero eso ya lo veremos´”.

“Hamar urte daramatzat lanean, eta hasieran ez nituen nire eskubideak ezagutzen. Borrokatu behar dira, baina horretarako zure eskubideak ezagutu behar dituzu. Egun batean, arduradunak esan zidan: ‘zuek baietz besterik ez dakizue esaten´. Nik esan nion: ‘Bai, egia da, baina egun batean gauzak aldatuko dira: egun batean ezetz esango dizugu´”.

Bidireccional

Leo considera que garantizar la participación de las personas migradas en todos los espacios de debate debe ser bidireccional. RegularizaciónYa es un espacio auto gestionado formado, mayoritariamente, por gente migrada y racializada. “No queremos que nos utilicen para su propaganda. Se pide voluntad política, sí, y se han hecho reuniones con partidos políticos, pero sin que se nos utilice. Hay un espacio para las aliadas blancas, por supuesto; son necesarias, pero dejando claro quién lo lidera. La mayoría de las alianzas blancas son desde las instituciones y no podemos hacer hincapié desde ahí. Esto no es caridad, es conciencia social. Tratamos de evitar el paternalismo, `el pobrecito´. Somos sujetos políticos con reivindicaciones propias, y no al revés. Queremos evitar el `traigo a esta persona para que nos hable de su situación...´”, explica.

“No se trata de que tú me metas en tu agenda. Las personas que estamos tratando de acercar esos discursos a otras organizaciones y espacios cargamos con una realidad pesada que no siempre te permite estar. Una mujer que trabaja interna, precaria, no tiene las mismas oportunidades que una mujer de clase media alta; ni los horarios, ni la estabilidad, ni los recursos. Ni siquiera el tiempo para vivir, y luego ya para militar. Y luego resulta que sales el 8M y la que va a marchar deja a sus hijos con la filipina”, lamenta.