Organizar lo posible

Iritzia Cristina Barrial y Cecilia Osorio, periodistas
Gritos, llantos, gente mayor desmayada. El 28 de agosto, frente al Congreso de Argentina, cientos de jubilados denunciaban que el gobierno los había “cagado a palos”. Con porras y gas pimienta, la policía arremetió contra los manifestantes. La concentración surgió en respuesta al veto del presidente a una ley que aumentaba las pensiones.

Con su ideas ‘anarcolibertarias’, Javier Milei prometió desmantelar el Estado y lo está cumpliendo. Lastime a quien lastime. No le ha temblado el pulso para desabastecer de alimentos a comedores populares, de medicamentos a enfermos, despedir a miles de funcionarios públicos y paralizar la obra pública. El mantra “no hay plata” cristalizó en un plan de ajuste histórico. Deshumanizado. Destructivo. Cruel.

Sin embargo, y contra todo pronóstico, la población lo sigue apoyando aunque haya bajado algunos puntos. Las últimas encuestas señalan un respaldo del 44%. Una respuesta a esta confianza podría ser la reducción de la inflación. Esta fue la promesa más repetida por Milei en su campaña, y un logro nada despreciable para una población que desde hace años convive con el aumento incontrolable de precios. En realidad, esta reducción no se debe a una política económica sostenible, sino a la pérdida del poder adquisitivo de los y las argentinas. Hoy, el 55 % de la población es pobre. Un millón de niños y niñas se van a dormir sin cenar y las organizaciones sociales alertan sobre el aumento de la prostitución infantil y el avance del narcotráfico reclutando niños y jóvenes en barrios donde el Estado se desdibuja.

Las políticas sociales aprobadas en gobiernos anteriores y las redes de la economía popular sostienen a una sociedad desangrada, pero nadie puede vaticinar qué pasará en los próximos meses. Milei pidió paciencia y sacrificio, y parecería que la mayoría lo está acatando, o que la política de shock dejó a la sociedad bajo una anestesia generalizada. Hasta el momento, las movilizaciones no son transversales ni multitudinarias. Los que sí salen a las calles se enfrentan a un protocolo antipiquete aprobado por el gobierno, que reprime y disciplina.

La tensión latente frente a un estallido social que no ocurre trae de inmediato el recuerdo de la crisis del 2001. En ese momento, el grito '¡Que se vayan todos!', el descreimiento por la dirigencia política, encontró respuestas en el progresismo peronista del kirchnerismo que logró revitalizar una identidad política.

Acompañó las luchas por la memoria y al feminismo en la conquista de derechos. Redujo la pobreza, aunque no consiguió frenar la crisis económica endémica que arrastra el país desde hace décadas y que reactivó el hastío con la clase política. Ahora ese hartazgo ha sido capitalizado por la figura mesiánica de Milei, con nuevas propuestas que son, en realidad, viejas y conocidas recetas neoliberales.

Milei conectó con el sufrimiento y el miedo, pero también con la esperanza de millones de argentinos. La fe en el proyecto libertario la abonan muchos jóvenes que sintieron que la pandemia recortó sus libertades, y hoy se ven seducidos por el imaginario de un éxito económico inmediato.

A su vez, parte del electorado provino de sectores tan diversos como la clase media antiperonista, pero también de una clase trabajadora que desde hace décadas no ve modificadas sus condiciones materiales. Ahora, la esperanza dentro de esta mística salvacionista está en la libertad y el mercado. En tanto, hasta llegar a la tierra prometida, el pueblo hace el sacrificio mientras los grandes capitales aprovechan el desastre para imponer políticas que saquean al país.

Ataque al feminismo

En medio de este contexto, las organizaciones sociales que desde hace más de veinte años contienen y movilizan en los barrios populares, son demonizadas. Los llamados despectivamente planeros, es decir, quienes reciben un plan estatal por realizar un trabajo, son considerados un mal a erradicar. Estas organizaciones, que nacieron al calor de los piquetes y los cortes de ruta del 2001, legitimaron otras formas de ganarse la vida. Aquellas que se hicieron más visibles cuando las políticas neoliberales de los 90 destruyeron el empleo y vaciaron la cesta de la compra: cartoneras, vendedoras ambulantes, cocineras de ollas populares. Todas estas ramas laborales, agrupadas bajo el concepto de economía popular, crearon la Unión de Trabajadores de la Economía Popular (UTEP), un sindicato con una participación de mujeres que ronda el 60%.

Parte de la ofensiva ultra del actual gobierno ha sido atacar al feminismo, desfinanciando las iniciativas institucionales que pretendían poner coto a la violencia machista.

Mientras tanto, son las organizaciones del feminismo popular las que siguen acompañando a las mujeres en los barrios, sosteniendo espacios de atención especializada también en el caso de consumos problemáticos y luchando porque el trabajo en las ollas populares se remunere. En los barrios la lucha pasa por sostener lo que ya existía y disputar el discurso: el feminismo popular sí cambió vidas.

Ahora muchas figuras del progresismo se preguntan qué pasó, cómo perdieron su capital político, cómo reconstruirlo. Más allá de la autocrítica y del análisis de coyuntura, se necesitan propuestas capaces de disputar la esperanza que el proyecto libertario sí supo alimentar. Volver a dotar de sentido a lo colectivo aún en un contexto global en el que la balanza sigue decantándose hacia el otro lado, el del 'Sálvese quien pueda'.

A su vez, desde la economía popular, extender los ecos del 2001 transformados en autogestión y comunidad parece hoy algo lejano. Sin embargo, las organizaciones sociales tienen una gran responsabilidad en este sentido, y es que más allá de los errores, el conocimiento y la experiencia de décadas serán el sedimento imprescindible para la primera persona del plural que acontezca.