Tejiendo redes de cuidados, hilando vidas

Ivania Lisseth Mejia (Nicaragua) y Paula Morales (Guatemala) son empleadas del hogar. Representan, como muchas otras mujeres, el segundo recurso de atención a las personas en situación de dependencia, solo por detrás de familiares y por delante de los servicios públicos o concertados. Lo confirma la Asociación de Trabajadoras del Hogar (ATH-ELE). No por ello se valora su trabajo. Ellas alzan su voz.

`Una historia de amor, valentía, esperanza, cambio y familia´. Así se define la película Roma (Alfonso Cuarón, 2018). Ambientada a principios de la década de los 70 en la colonia Roma, de la Ciudad de México, narra la vida de una familia de clase media y Cleo, que ejerce de trabajadora doméstica. Al otro lado del charco hay muchas trabajadoras del hogar como Cleo, mujeres valientes que luchan por sus derechos en un sector, el de los cuidados, invisibilizado y precarizado, más aún cuando se trata de mujeres migradas. El 87% de trabajadoras de hogar en Euskadi son extranjeras, y muchas trabajan hasta 24 horas diarias; todos los días, sin excepción. Son datos de la consultoría Sortzen. Pero ellas no se rinden. Saben que lograrán cambiar las cosas si se unen, se organizan, tejen redes y crean una nueva familia, la suya propia, la de todas ellas. Bien lo saben Ivania Lisseth Mejia Aguirre (Nicaragua) y Paula Morales Tecú (Guatemala).

Ivania llegó a Euska Herria desde Nicaragua en 2011; Paula lo hizo desde Guatemala en 2015. En la actualidad ambas ejercen de trabajadoras del hogar. Los caminos de Ivania y Paula convergen. El punto de unión, como no podía ser de otra manera, es otra mujer. Se llama Cony Carranza Castro (El Salvador). Organiza charlas y crea espacios donde muchas mujeres buscan refugio colectivo. Mujeres con voz, se denomina el grupo.
Ivania participó por primera vez en el 2017, en Getxo.

“Me cambió por completo. Aquello me hizo ver todo lo que las mujeres pasamos como colectivo. Entendí que podemos alzar la voz y deben escucharnos”. Hasta entonces desconocía la palabra empoderamiento. “¡Ahora estoy empoderada!”, exclama con fuerza. (Risa sonora). A día de hoy, cuando alguna compañera le comenta que está sufriendo, le anima a que hable, se haga respetar, le recuerda que tiene derechos. ¡Si no les gusta que se busquen a otra persona!”, replica. ¿Qué ha cambiado? Responde sin tapujos: “Ahora sabemos cuáles son nuestros derechos”. Ha tomado las riendas y no está dispuesta a que nadie vuelva a decidir por ella.

Comparten miedos, pero también alegrías; se acercan, se escuchan y se empoderan, juntas, eso sí. Cony les repite que no deben tener miedo. “El hecho de que hayas dejado tu tierra y tu familia para llegar aquí ya te convierte en una persona valiente, alguien que puede con todo”. Paula lo repite mientras suelta una carcajada. Ambas resaltan el valor del grupo, en mayúsculas. “Son mi refugio, es un espacio abierto para hablar de todo un poco, como lo hemos hecho ahora nosotras”, añade. Es cierto, el lema de Cony rezuma esperanza: “Respira, agarra fuerza y repítete que tú puedes con esto”. Pero mejor sustituyamos el tú por un vosotras; el vosotras por un nosotras; juntas. Si existe la sororidad, debe parecerse a eso. Seamos, pues, refugio. Que la única ola que nos inunde sea la ola feminista.

 “Emakume zaintzailea baino ez dute ikusten, jendeari ez zaio burutik pasatzen beste zerbaitetan aritu naitekenik”.

Paula

Paula nació en 1993 en Rabinal, Guatemala.Creció en una casa en el campo, junto a su madre, su padre, y sus diez hermanos. Su padre labraba la tierra, pero sus ingresos eran el único sustento familiar, y once eran demasiadas bocas a alimentar.A pesar de las dificultades nunca renunció a seguir formándose. De lunes a viernes trabajaba; los fines de semana estudiaba para poder ejercer, algún día, de perito contador. Sigue luchando por conseguirlo.

A los 17 años, Paula contrajo matrimonio. Alcanzó el quinto grado de perito, pero se quedó embarazada y decidió retrasar sus estudios. Su economía familiar empeoró. Así las cosas, decidieron que su marido emigrase a EEUU. Por aquel entonces su hijo tenía un mes de vida. “Me repetía una y otra vez que no quería para su hijo la vida que a él le tocó vivir. Hasta los quince años no conoció lo que era un par de zapatos”, relata. Sin papeles y las manos vacías, partió hacia el país de las grandes promesas abriéndose camino a través del desolador desierto. 30 días de viaje; un mes sin ninguna noticia. “Fue un tiempo de no saber nada, de angustia, mucha gente murió en aquel desierto. Apenas llevaban agua, lo que sobrevivieran”, rememora. Su marido, sin embargo, logró su objetivo y permaneció en Estados Unidos cuatro años.

En 2015 regresó. “Entonces me preguntó si aún quería ir a España. Le dije que sí, que quería conocer otro mundo, retomar mis estudios... Me advirtió que estar lejos del hogar no es tarea fácil, pero que la decisión, finalmente, era mía”. Y así fue como, con el poco dinero que habían podido ahorrar y un préstamo, Paula emigró a Getxo. Empezaba su periplo.

Ivania

Ivania nunca pensó que dejaría atrás su país, Nicaragua. Allí trabajaba como ingeniera industrial. De eso hace ya ocho años. En la actualidad es trabajadora del hogar en Getxo (Bizkaia).

Su historia de emigración comenzó cuando su madre fue diagnosticada de una enfermedad renal crónica. Al carecer de un sistema de sanidad público, los gastos se dispararon. “Tuve que tomar la decisión de un día para otro, en menos de dos semanas salí de mi país. Dejé a mis dos hijas allí: una, de cuatro años; la otra, de 15 meses. Fue una decisión dura, pero necesitaba ingresos para el tratamiento médico y para mantener a mi familia”, relata. Ella representa el único sustento económico de su casa. Finalmente, su madre falleció tres años después. Ivania no pudo viajar a Nicaragua para asistir al entierro, no tenía suficientes ingresos.

Por un futuro mejor

Diciembre de 2015. Paula vuela rumbo a Euskal Herria. No lo hace sola, la tía de su marido la acompaña. Los trámites corrieron a cargo de un conocido guatemalteco que residía desde hacía años en Getxo junto a su pareja. 5.000 euros por persona. “Como mínimo sacó 3.000 euros de beneficio por cada una. Llevaba años aprovechándose de mujeres como nosotras”, afirma.

8 de febrero de 2011. Ivania toma el vuelo que le trae hasta Euskal Herria. Su hermano costea el billete. “La mayoría llega con deudas enormes que no pueden solventar en años. Les cobran hasta 12.000 euros”, subraya. Habla de mafias. Ejemplos no faltan. “Una compañera ha perdido su casa para poder hacer frente al pago de la deuda. Ahora tiene que seguir abonando los intereses”, denuncia. Otras tienen que hacer frente a la deuda acumulada por sus maridos con coyotes (traficantes de personas) en su intento por emigrar a EEUU. Es el caso de la tía del marido de Paula.

Una vez en destino, la situación no mejora demasiado. Tras un encuentro hostil en el aeropuerto con la persona de contacto, llegan a la casa donde residirán. Durante el mes que permanecieron allí les cobró a cada una 150 euros por una habitación que debían compartir y que nunca llegaron a disfrutar porque ya estaba ocupada por otra chica que había venido en sus mismas circunstancias. Durante el día la compartían entre las tres; por la noche, Paula y la tía de su marido debían trasladarse, sábanas y mantas en mano, a otra habitación. Así cada amanecer. Comían en grupo, para ahorrar, y siempre cuando estuviera la propietaria presente; era una norma. “Pasábamos hambre”, recuerda. En total, residían cinco mujeres allí; todas pagaban su deuda. Algunas, incluso, tenían que cuidar a los hijos de los propietarios. “Nos trataban como a esclavas”, afirma Paula.

Les infundía miedo. “Nos advertía que no saliéramos a la calle porque si lo hacíamos la policía nos detendría, que no confiáramos en nadie de aquí, que eran todos malas personas”. Aunque quisieran, resultaría una ardua tarea, ya que ni siquiera contaban con una copia de la llave para entrar en casa.

Finalmente pactaron abandonar esa casa, buscar otro lugar y pagar conjuntamente el alquiler de una habitación. No pudo ser. La deuda contraída por las otras tres mujeres las obligó a permanecer allí. La ecuación se complicaba. Pagar, ahora entre dos, los 350 euros que costaba una habitación compartida era una quimera. Tuvieron que saltar de una casa a otra. “En un mes pasamos por tres. Fue angustioso”.

“Emakume zaintzailea baino ez dute ikusten, jendeari ez zaio burutik pasatzen beste zerbaitetan aritu naitekenik”.

Trabajadoras del hogar

Febrero de 2015. Dos meses después de haber llegado a Getxo encontraron su primer trabajo. Paula empezó como externa en Leioa, cuidando a una persona mayor. Por aquel entonces ganaba 600 euros, pero tenía que hacer frente al coste del traslado, la habitación alquilada para dormir, la deuda que aún asfixiaba... Ante la imposibilidad de sufragar los gastos, en abril de 2016 tomó la decisión de emplearse como trabajadora del hogar en régimen de interna en un pueblo a las afueras de Vitoria-Gasteiz. "Una siempre pone la necesidad por delante de la comodidad”. Permaneció cinco meses allí. El trato fue bueno y se sintió arropada. Cobraba 900 euros, hasta que internaron a la mujer que cuidaba en una residencia. Paula decidió volver a Getxo.

Ivania entró directamente como interna en su primer empleo en Euskal Herria, donde permaneció durante seis años y medio. Aceptó trabajar también los domingos, día de libranza por ley, por 80 euros más. ¿Entonces, cuándo descansabas?, le preguntamos. “Necesitaba ahorrar, y así me evitaba pagar por otra habitación los domingos”. Ella era y es la única fuente de ingresos en su casa.

Tras volver de Vitoria-Gasteiz a Getxo, Paula encontró empleo como interna en otra casa de Algorta; era la única opción de que le empadronasen, algo imprescindible para tramitar los papeles. Allí cuidó, durante dos meses, de tres niños. “Era muy machacado, mi jefa era muy estricta con la limpieza”. Pasaba a diario el dedo por los rodapiés y baldas, movía las camas todos los días para ver si había limpiado en profundidad”, recuerda. ¿Pero el empleo no era para cuidar a los niños?, dudamos. “En el precio entraba todo: cuidar, limpiar, cocinar... todo”, remarca. No paraba ni cinco minutos. 

¿Pero el empleo no era para cuidar a los niños?, preguntamos. “En el sueldo entraba todo: cuidar, limpiar, cocinar... todo”, remarca. Dormía en el cuarto de la plancha, y durante un tiempo lo hizo en un sofá cama. “Es habitual entre las trabajadoras del hogar tener que dormir en el cuarto de la secadora, la lavadora…”, denuncia.

Exhausta, Paula decidió hablar con su responsable y proponerle pasar de régimen de interna a externa para así tener un horario de trabajo más fijo. Aceptó. Sin embargo, al finalizar el mes le entregaron un documento que debía firmar. En el escrito figuraba que ambas partes habían llegado a un mutuo acuerdo por el que ponían fin a su relación contractual. Especificaba también que hasta el momento había estado en periodo de prueba y que su trabajo había llegado a su fin. “No me lo esperaba, no tuve valor para defenderme, recogí mis cosas y marchar”. Por suerte Paula contaba con una red de apoyo, una amiga de Honduras que le abrió las puertas de su casa. ¿A dónde iba a ir si no de la noche a la mañana?, reflexiona. Esta pregunta nos lleva a otra. ¿Qué ocurre, desde una perspectiva laboral, cuando la persona que requiere el cuidado fallece repentinamente?

Ivania cuidó a dos hermanas en régimen de interna durante seis años y medio, una de ellas dependiente. Trascurrido ese tiempo ambas fallecieron. “En ese momento se acaba el empleo y los ingresos para ti, de la noche a la mañana”. Las trabajadoras no tienen derecho a paro.

Intimidación

Paula reconoce que la intimidación es frecuente en este sector, como si de una característica inherente a la cuidadora se tratara. “Al final aguantas que te insulten porque sabes que muchas veces es producto de una enfermedad mental. ¡Vete de mi casa, bruja! me solía decir la persona a la que cuidaba, y acto seguido me pedía perdón”.

Ivania lo corrobora. A algunas compañeras les gritan todos los días:“¡Inmigrante india!”, relata.Ellas transigen porque necesitan el dinero para mandarlo a sus países de origen. ¿Cómo puede ser que esto esté sucediendo y nadie quiera verlo?”, nos pregunta.

Cuenta que el trato que recibió en la casa en la que trabajó de interna fue bueno, pero abre el círculo. La discriminación empezaba en el umbral de la puerta. “Los vecinos me cerraban la puerta en la cara para que no pudiera entrar en el portal. En el metro había gente que se apartaba. Algunos, incluso, comentaban en voz alta que los inmigrantes vienen aquí por las ayudas. No era solo por ser extranjera, también porque era mujer”.

Ante el fallecimiento de la señora que cuidaba empezó a trabajar cuidando a otra persona que padecía Alzheimer. “La enfermedad te come a tí también. Se volvió una persona agresiva. Yo nunca lo viví como una discriminación por raza, sino como una consecuencia de su dura enfermedad. Pero su familia era consciente de lo que yo padecía y aún así me pagaban menos que en la casa en la que trabajaba anteriormente. “Esto es lo que hay”, le decían.

Reconoce que organizarse y compatibilizar se convierte en una ardua tarea, pero nunca imposible. Ella ejercía de ingeniera industrial en Nicaragua. Cuando la miran, sin embargo, muchos solo ven una mujer migrada. Un binomio que condiciona, restringe, y resta. “Se da por hecho que solo podemos ejercer de cuidadoras, pero muchas mujeres han demostrado que se puede llegar lejos, hasta donde una quiera”, asiente.

“Dagoeneko ez naiz beldur, badakit eskubideak ditudala eta errespetatu behar dituztela”.

Control

Vivir sometidas a la supervisión constante es otra de las características que parecen tener que asimilar. La hermana de Ivania trabajaba cuidando niños. Sin embargo, a la hora de comer era relegada a otra zona, fuera del comedor. A veces ni siquiera le dejaban comida. Un día Paula decidió comer los macarrones que habían sobrado del mediodía y freír también un huevo. Su jefe, al verla, le dijo: “Sí que te cuidas tú”. Ese día no comió tranquila. “Al día siguiente solo comí una manzana y un yogurt. Sin embargo, me volvió a decir que cómo me cuidaba”.

Presuponer que pretenden robarte es otro de los prejuicios habituales a los que se enfrentan las trabajadoras del hogar. “Te dejan dinero a la vista y cosas de valor para ponerte a prueba. Y lo hacen continuamente, es como una prueba de fuego constante”, reseña Ivania.

¿Qué supone ser `ilegal´? Ivania lo tiene claro: “Vivir con miedo constante a que llamen a la policía. Me daba pavor alzar mi voz, no sabía qué consecuencias acarrearía eso. Entonces me quedaba callada, ahora ya no”.

Recuerda, sobre todo, el temor inicial. “Cuando empiezas a trabajar en una casa nueva sientes miedo. Yo al principio estaba muy asustada. Paula comparte esa sensación. “Cuando vamos a una entrevista siempre tenemos miedo a que nos encierren en una habitación y tenga lugar algún tipo de abuso. Ese miedo va siempre con nosotras. Solemos ir acompañadas de una amiga que nos espera fuera”. Más refugios.

Cuando tratamos de indagar en la realidad de sus condiciones laborales, la respuesta viene de carrerilla. “Aquí no hay pagas. Hay medias pagas”, responde Ivania con contundencia. El sueldo mínimo estipulado por ley era, en aquel entonces, de 600 euros al mes, aunque Ivania cobraba 950. “Yo he sido privilegiada comparando con mis compañeras”. 950 euros y privilegio, todo en la misma frase. Cuánto trasfondo. Pero la precariedad trasciende lo económico. “A veces te hacen trabajar de lunes a lunes”. Ella tenía una jornada laboral que comenzaba a las once de la noche y se alargaba hasta el sábado a las once de la mañana. Contaba con dos horas diarias de descanso, tal y como estipula la ley en el régimen de trabajadoras del hogar internas. Pero no es así para la mayoría. “Como mucho se respeta en un 10% de los casos”.

“Lankide bati pertsona bat zaintzea eta aldi berean bera masturbatzea proposatu zioten. Terapeutikoa zela esan zioten”.

Acoso

¿Y acoso sexual, existe? No duda ni un segundo. “Existen muchísimos casos, muchísimos”, remarca. Pone un ejemplo. “Una compañera puso un anuncio para emplearse como trabajadora del hogar. Una vez llegó a la casa empezó a planchar. De pronto le colocaron un billete de 50 euros sobre la mesa. Automáticamente, y antes de que le diera tiempo a girarse siquiera, notó que empezaban a toquetearla por detrás. Ella se negó. Él colocó otros 50 euros sobre la mesa y siguió, cada vez más. Asustada, tiró de un manotazo el dinero y alcanzó a salir corriendo de la casa. Logró escapar, pero otra podría haber sido violada”, sentencia.

Su hermana recibió una llamada de teléfono en la que le solicitaban sexo oral. En otra ocasión le dijeron: “Mi señora necesita ayuda, pero aparte de eso, también quiere que le hagas unos masajes...”. Es habitual, sentencia.

Paula ha sufrido en persona las insinuaciones fraguadas al respaldo de la confidencialidad que aporta hacerlo a través del teléfono. Contactaron con ella para cuidar a un hombre con problemas de movilidad... pero la cosa fue a más. “Queremos que le cuides, lo lleves de paseo y que le masturbes en la ducha”. Tal afirmación venía acompañada de la coletilla: “como algo terapéutico”... Los casos son innumerables. 

A una compañera le ofrecieron empleo para limpiar una casa, y acto seguido añadieron: “Después de limpiar duermes un ratito conmigo, y ya luego te vas a tu habitación”. Cuando se niegan, insisten.

Ivania ya no trabaja como externa, pero sigue acumulando jornadas de trabajo que van de lunes a domingo, todos los días, sin excepción. Sigue siendo la única fuente de ingresos en su hogar, alrededor de 1.100 euros al mes como pluriempleada, dinero del que descuenta 600 por el alquiler del piso, más los consumos de agua, electricidad, gas, comida... Es suficiente con hacer la resta.

Paula relata la historia de una compañera de Honduras que durante años se vio obligada a trabajar hasta en cuatro casas a la vez, todas de parientes cercanos, (hijos e hijas, suegros y suegras…) por un único sueldo.

Y el tiempo pasa inexorable. Cuando Paula emigró, su hijo tenía cinco años; ahora, en junio, cumplirá nueve. “Te tragas tu tristeza para no contagiarle a él. Me estoy perdiendo los mejores años de su vida. Cada noche veo los vídeos en los que nos reíamos juntos. En eso me refugio”, confiesa. Reconoce que el duelo de la maternidad las coloca, en muchos casos, en situaciones de vulnerabilidad. “El cariño que no le estoy dando a mi hijo lo comparto con la niña que cuido. La llevo al parque, la miro, la abrazo... Ella también es mi refugio”.

¿Podemos entonces hablar de chantaje emocional? Cuidar es un empleo, pero es simplista olvidar que al trabajar con personas se estrechan lazos.
“Con el tiempo acabas poniendo barreras. Es necesario, porque les coges cariño, y pueden decidir dejar de contar contigo de la noche a la mañana... y eso duele. Nos piden que cuidemos a sus mayores, a sus hijos e hijas. Son sus tesoros, nos dicen, y nos pagan por ello, claro, pero no lo que deberían pagarnos por el grado de implicación que nos exigen”. La sensación de vulnerabilidad es, además, de una sola parte. “Ellos saben que tú no vas a dejar esa casa y ese trabajo de la noche a la mañana”, apuntilla Paula.

En una ocasión, cuando la hermana de Ivania solicitó vacaciones le respondieron: “¿Qué es más importante, tu familia o tu trabajo?” Escogió su familia y se quedó sin trabajo. De golpe perdió el derecho a todas las prestaciones. En opinión de Ivania, eso genera un gran nivel de estrés. “Te sientes culpable.” Recordemos que muchas son el único sustento económico de su familia. ¿Qué consecuencias acarrea? “Muchas se aíslan, entran en una especie de estado de shock”, relata.

“Paperik gabe bizitzea beldurrez bizitzea da, poliziari deituko ote dioten beldur”.

Futuro

La entrevista está llegando a su fin. ¿Cómo te ves en el futuro? Ivania replica de carrerilla. “Que se mejore mi país y mi situación económica; que mis hijas puedan matricularse en colegios públicos; que mi marido encuentre trabajo y yo pueda librar los fines de semana. Y regresar a mi país”.

Paula, tu turno. Sonríe durante unos segundos. Duda. “Es que tengo un futuro incierto”, resuelve finalmente. Paula está a la espera de los papeles. Ya, ¿pero qué es lo que tú deseas? Matiz en la pregunta, rotundidad en la respuesta. Ahora ya no vacila: “Tener a mi familia aquí y estudiar”.
Es comprensible. Y es que, tal y como reza el eslogan de la película Roma, la familia es un recuerdo que todos compartimos. Sobre todo, aquella(s) que elegimos, añadiríamos. Más refugios, por favor.