Mundua ez dago salgai, gu ez gara merkantzia
La oposición planteada por una cada vez más tupida red de movimientos sociales a la Cumbre de Cancún pretende, sobre todo, sacar a la luz la naturaleza y los objetivos de la Organización Mundial del Comercio (OMC) y hacer frente a sus políticas.
La OMC se presenta como la organización en la que los gobiernos de todo el mundo deciden cómo ordenar las relaciones e intercambios comerciales, algo que resulta sin duda necesario en un mundo en el que estas relaciones están adquiriendo una extensión prácticamente ilimitada. Lo cierto es, sin embargo, que desde su propia fundación en 1995 la OMC abandonó su objetivo teórico de facilitar el desarrollo de los países más pobres, para actuar como un instrumento a través del cual las economías más poderosas imponen sus intereses a los gobiernos de todo el mundo; o, dicho de otra forma, los grandes grupos económicos, a través de sus gobiernos, imponen en todo el mundo sus propios intereses.
Es verdad que, en teoría, cada gobierno es libre de secundar los criterios de los poderosos; en la práctica es reducidísimo el margen de maniobra de la mayoría de los gobiernos ante la presión de quienes controlan las llaves de paso de la economía mundial. La presión y el chantaje son, por tanto, el caldo de cultivo de los consensos que se van alcanzado en las reuniones de la OMC.
El eje sobre el que gira la OMC es el de la supresión de todo límite al comercio: todo lo que pueda ser objeto de negocio, es decir, ser comprado o vendido, debe poder comprarse y venderse. Sin límites. Sin restricciones.
En particular, la OMC arremete contra las barreras que en nombre de los intereses de los pueblos y la comunidades se han establecido respecto de bienes tan fundamentales como los recursos naturales (agua, tierra y semillas, energía...) y los servicios básicos (salud, enseñanza, protección social...). Ni qué decir tiene que esta política ultraliberal considera también los derechos laborales y sociales como límites inaceptables a la expansión del libre comercio.
Los trece años transcurridos desde la fundación de la OMC nos dan una perspectiva suficiente para valorar los desastrosos efectos que para la mayoría de pueblos y personas se están derivando de la aplicación de las políticas de liberalización y privatización: 800 millones de personas pasan hambre a diario y más del doble padecen malnutrición a pesar de que se produce el 150% de todas las necesidades proteínicas -como denuncia el portavoz de Vía Campesina, Paul Nicholson-; el control de la tierra y las semillas por corporaciones destruye modelos de desarrollo agrario más equilibrados y ligados a las necesidades de familias y comunidades; avances científicos que pueden salvar la vida y proteger la salud a millones de personas quedan en manos de multinacionales que los limitan a quienes tengan suficientes recursos económicos; la irrupción de las empresas privadas en la prestación de servicios como el agua, la salud o la protección social acarrea el deterioro de dichos servicios y, sobre todo, el retroceso de la cobertura de las personas con menores recursos económicos; en definitiva, la liberalización y la privatización han dado lugar al aumento de la injusticia y el desequilibrio entre pueblos y personas.
El modelo que propugnamos quienes denunciamos a la OMC y nos movilizamos contra sus políticas supone un giro copernicano mediante el que desplazamos el mercado del centro sobre el que todo gira y lo sustituimos por las personas y las comunidades. El respeto de las personas y los pueblos y la atención de sus necesidades deben regir las políticas económicas y disciplinar los intercambios. Porque, como dice el eslogan que repetimos ante la nueva cumbre de Cancún, ni el mundo está en venta, ni somos mercancía.
LAURA GONZALEZ DE TXABARRI
Responsable de Internacional