politica fiscal

Industria o reparto de dividendos

25/10/2024
Aitor Murgia, responsable del Gabinete de Estudios de ELA
El Correo publicó el 22 de octubre un artículo de Josu Jon Imaz, consejero delegado de Repsol y expresidente del EBB del PNV. Imaz criticaba la intención del Gobierno español de hacer permanente un nuevo impuesto a las grandes empresas energéticas, argumentando que esto impediría la inversión industrial futura y provocaría una catástrofe económica.

En un intento de mostrar empatía y desde una perspectiva de superación personal, destacaba que, gracias a los servicios públicos (financiados con impuestos, por supuesto), había podido estudiar, formarse y llegar a donde está hoy, al más puro estilo de una startup americana que comenzó en un garaje y ahora es una gran empresa tecnológica. No se puede negar que ha llegado lejos, como lo demuestran su capacidad de influencia y su salario anual de 4 millones de euros.

Imaz afirma que el debate sobre la fiscalidad es legítimo en una sociedad democrática y que vería con buenos ojos que las rentas de capital tributaran de forma "justa". No sé si con esto se refiere a que los dividendos deberían tributar, como mínimo, al mismo nivel que las rentas del trabajo. Actualmente, las rentas de capital pagan como máximo un 25% (a partir de los 30.000 euros), mientras que las rentas del trabajo lo hacen con un tipo marginal cercano al 50% (en los tramos más altos).

Lo que Imaz critica con mayor vehemencia es el gravamen sobre los beneficios extraordinarios que se ha aplicado a las empresas energéticas y a la banca en los últimos años, y que el Gobierno español pretende hacer permanente (según lo especificado en el Plan Fiscal enviado a Bruselas). Este impuesto ha recaudado unos 3.000 millones de euros anuales, pero es importante entenderlo en contexto.

Mientras la alta inflación ha empobrecido a la clase trabajadora debido al aumento de precios en alimentos, vivienda, gas y electricidad, las empresas energéticas y los bancos han seguido batiendo récords de beneficios. Repsol, por ejemplo, ganó 2.500 millones en 2021, 4.250 millones en 2022, 3.168 millones en 2023 y 1.625 millones en los seis primeros meses de 2024. Sin embargo, por este impuesto Repsol ha pagado en total 800 millones en dos años (2022 y 2023), aproximadamente un 10% de sus beneficios netos. Cuesta creer que estas cifras comprometan las futuras inversiones productivas de la compañía. ¿No será que el impuesto compromete otras cuestiones?

Según una nota de prensa de Repsol, la compañía tiene un plan de dividendos para los próximos años, comprometiéndose a repartir entre sus accionistas 4.600 millones de euros entre 2024 y 2027. Pero eso no es todo. Además, tiene prevista una recompra de acciones por valor de 5.400 millones de euros, sumando un total de 10.000 millones en remuneración a los accionistas. Y mi pregunta es: ¿el impuesto pone en peligro el futuro industrial de un país, pero la recompra de acciones no? ¿O es que lo que realmente importa es que los dividendos sigan creciendo exponencialmente, por encima de la producción?

Al lehendakari Pradales le bastaron unos minutos para alinearse con la tesis de Josu Jon Imaz, dejando clara también la postura de su partido en materia fiscal y sugiriendo que la próxima reforma no traerá grandes cambios. El PNV tiene bien definida su estrategia respecto a este gravamen: convertirlo en un impuesto, incluirlo en el marco del Concierto Vasco y dejarlo prácticamente sin efecto. Las imágenes de hace unas semanas, en las que dirigentes de la Diputación de Bizkaia y del Gobierno Vasco se saludaban y aplaudían con entusiasmo junto a directivos de Petronor en un evento, reflejan claramente esta postura. Asimismo, dejan entrever que no se tocará el impuesto de sociedades, del cual las principales empresas energéticas vascas pagan poco o nada.

Imaz afirma que el impuesto sobre los beneficios extraordinarios provocará una catástrofe económica que pondrá en peligro el futuro de los niños que, como él, tuvieron la oportunidad de desarrollarse a pesar de las dificultades. Desde nuestra perspectiva, el futuro de las niñas y los niños depende de una redistribución justa de la riqueza, donde los dividendos tributen igual que el trabajo y las empresas contribuyan mucho más de lo que lo hacen hoy. Lo demás es pura demagogia, y resulta repugnante.